Dios camina en la ciudad: Francisco del Castillo, esperanza para los marginados
Celebramos el Año Jubilar, “Año Santo del Señor”. El Papa nos invita a renovar la esperanza. Por ello, presentamos algunos testigos de la esperanza que nos animan en nuestro caminar.
Día a día en los mercados de la ciudad de Lima se puede apreciar la diversidad de la gente, de sus costumbres, de sus necesidades, de la gran variedad de productos que ofrecen la agricultura, la pesca, la ganadería y el ingenio humano del país. Una situación similar se veía hace algunos siglos, cuando el Perú era un virreinato y Lima su esplendorosa capital. A ella llegaban comerciantes, navegantes, gente adinerada que iba llevada en hombros para hacer sus compras a los mercadillos de la época, como al famoso mercado del Baratillo (en el Rímac). Al otro lado, pero bajo el mismo sol, estaban los esclavos que, venidos de África, no podían comprar nada, sino que eran vendidos y comprados. Llegaban encadenados a una tierra desconocida, en condiciones insalubres e inhumanas; heridos, hambrientos y golpeados: ¿Qué esperanza podían encontrar?
Cierto día, al mencionado mercado del Baratillo llegó un joven sacerdote jesuita, llamado Francisco Del Castillo (1615- 1673). Los estudios de teología le habían costado un poco, no deslumbraba como otros grandes predicadores de su orden, sin embargo, voluntad para hacer el bien nunca le faltó. Cuando era estudiante soñaba con ir de misiones fuera de Lima, pero nunca se pudo concretar nada. Llevaba también en el corazón el dolor por los esclavos que veía, por las mujeres abandonadas a su suerte y los niños huérfanos. Así llegó a aquel mercado, con una cruz en mano, a predicar el Evangelio sobre una tarima. Al terminar su prédica cotidiana, la traducía a los esclavos, a los indígenas y a los pobres, llevándoles abrigo, comida, una palabra, una mirada, algo que curase sus heridas. Fueron muchos a los que dicho sacerdote llevó el consuelo y aquel mercadillo se volvió una plaza desde donde se propagaba la fe y renacía la esperanza.
La presencia sacerdotal del Padre Del Castillo en la segunda mitad del siglo XVII en Lima fue providencial: la ciudad veía todos los días a aquel jesuita que abría la Iglesia de los Desamparados, daba un sermón, asistía a las mujeres en riesgo en una casa de acogida, procuraba dar educación y techo a los niños y curaba las heridas a los esclavos, que en él veían la presencia del Dios cristiano.
Aquel siervo de Dios suscitaba la esperanza en los marginados y ellos, en medio de sus dolores y sus pocas alegrías, le transparentaban la presencia de Dios, del Dios que vive en la ciudad.
P. José Miguel Villaverde, ssp