El prefacio de la Misa para las fiestas de los mártires le rinde gratitud a Dios porque, por medio de la entrega martirial, 1) manifiesta las maravillas de su poder, 2) ya que en el martirio ha sacado fuerza de lo débil y 3) ha hecho de la fragilidad su propio testimonio de su Reino, de su amor.
Desde los inicios de la evangelización en nuestro país, la sangre de los mártires, anónimos o reconocidos, ha sido semilla de fe y de nuevos creyentes. Así encontramos al siervo de Dios fray Diego Ortiz, agustino, ajusticiado como otro Juan Bautista, por denunciar la unión ilegal del cacique Tito Cusi Yupanqui. Murió después de crueles tormentos, a manos de los servidores de la concubina del mencionado descendiente inca en 1571. Así encontramos también al precioso elenco de beatos mártires en tiempos de Sendero Luminoso: los jóvenes frailes conventuales Miguel y Zbiniew en Pariacoto (fiesta: 9 de agosto), el padre misionero Alessandro Dordi, párroco en Santa (fiesta: 25 de agosto) y nuestra, muy nuestra Aguchita Rivas (fiesta: 26 de septiembre). El poder de Dios, lejos del poder propuesto por el mundo, es el poder de la misericordia, de los que luchan por la verdad, de los que no “coimean” con el mal, de los que prefieren quedarse entre los más necesitados y no abandonarlos, incluso corriendo riesgos la propia vida, de los que se van a las periferias y abrazan la miseria del otro, curan heridas, regalan una sonrisa al triste, promueven la vida del pobre y lo empujan a superarse. En los mártires (la palabra martirio quiere decir “testimonio”), el Señor manifiesta su fuerza invencible, hace de ellos sus testigos privilegiados, nadie les quita la vida, ellos la entregan a imagen de Jesús, la entregaron con su vida de cada día, en el martirio es su corona, su triunfo. El 7 de mayo del 2022, cuando beatificaban a la Madre Aguchita en el mismo lugar de su martirio, en La Florida, pudimos contemplar dicha victoria: ya no había lágrimas, ahora todo era júbilo; ahora todos cantaban, pues Cristo venció, el amor, una vez más, peleó con la muerte y salió victorioso.
Lo más probable es que la gran mayoría no viva el don del martirio de sangre, pero, como bautizados estamos llamados a ser testigos de nuestra fe y esperanza, abrazando la cruz de cada día, contribuyendo a sanar, desde dentro, el cuerpo social de nuestro país. ¿Y si nos involucramos más en mejorar nuestra sociedad? ¿Y si nos comprometemos más con nuestra parroquia o comunidad? ¿Y si nos “metemos en problemas” por no sobornar, buscar favores, ser honestos, pedir disculpas y tender la mano para hacer el bien? Ya sabemos quién vence: el amor no pasa nunca.
P. José Miguel Villaverde, ssp