A nadie le llega el amor por el azar, o por la suerte, o por que sí; sino que el amor se percibe, se descubre, se va experimentando. En efecto, el ser humano tiene unos espacios, unos lugares específicos y concretos donde experimentar el amor e ir cultivándolo. Es más, será en esos espacios donde yo me siento amado, donde podré descubrir el amor de Dios. Y, uno de esos espacios, el más privilegiado, y el más importante, donde uno experimenta el amor humano y divino es sin duda: la familia; es en ella y a través de ella donde Dios comienza a escribir su historia de amor con el ser humano.
El ser humano, al ser creado por amor, a imagen y semejanza de Dios, es también llamado al amor; por lo que, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer esta vocación, y consiguientemente la capacidad del amor y de la comunión. En este sentido, el matrimonio es, según el designio de Dios, uno de los modos específicos en que se puede realizar la vocación al amor; es el fundamento de la comunidad más amplia llamada familia, ya que la misma institución matrimonial y el amor conyugal que brota de su propia naturaleza, están ordenados a la procreación y educación de los hijos, y en la que encuentran su corona. Por ende, en el amor, el hombre y la mujer creen descubrir su suerte definitiva, con lo que se juegan su destino de algún modo; es decir, que la decisión de formar una comunidad conyugal conlleva a ambos a tomar conciencia de esta realidad, ya que de esto pende el fundamento de su felicidad.
Por consiguiente, la familia es el lugar donde se vive de una forma privilegiada el amor, y donde también se debe promover su maduración. Es la escuela donde se aprende a amar, y se establecen los lazos afectivos y de sangre que hacen posible el aprendizaje y crecimiento en el amor. Por ello es muy conveniente que los padres de familia revisen su propia capacidad de dar y recibir amor, para que tengan la certeza de que están transmitiendo a sus hijos mensajes positivos que les permitan llegar a la madurez necesaria; ya que sólo en un ambiente de amor se aprende a amar. Por eso, los padres deben cuidar de manera especial su manera de simbolizar el amor, dando a sus hijos el cuidado, la ternura, las caricias, la atención; de tal manera que los niños aprendan a amar, a través del amor que ven y reciben de sus padres. Y si el amor es el principio interior, la fuerza permanente y la meta última de la familia, sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas. Por tanto, la familia al vivir su vocación al amor, es fielmente imagen de Dios, que es comunión de amor de personas.
Martín Vera
Sacerdote Operario Diocesano