Hace falta un chispazo para encender una gran fogata. He aquí la chispa que brota del corazón de los santos, que, en su tiempo, según su vocación y su cultura, se hicieron universales a través de sus grandes gestas misioneras plasmadas en crónicas admirables o en lo sencillo de las cartas que iban de mano en mano, iluminando corazones.
No hay santo que no haya sido misionero, todos, sin excepción, han dado su cuota de misión en el mundo, puesto que la vida misma se hace misión cuando se responde con generosidad al llamado, viviendo la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, la Iglesia ha propuesto, entre la multitud de los santos, a dos jóvenes que, secundando el espíritu fundacional de sus órdenes religiosas, encendieron y encienden hasta hoy en día los corazones de muchos: san Francisco Javier y santa Teresita del Niño Jesús.
Francisco Javier perteneció al grupo originario de los jesuitas. Lo había conquistado para Dios el mismo san Ignacio de Loyola. Fue un misionero sin fronteras, que dejó su patria y se embarcó hacia las llamadas Indias Orientales. La India, Mozambique, Japón y otras tierras fueron testigos de su dedicación al Evangelio. Murió a las puertas de China, a los 46 años. San Pío X lo declaró patrono universal de las misiones en 1904.
El caso de Teresita, como patrona de las misiones, es más particular. Hija de un matrimonio santo, la joven francesa se inclinó desde muy joven a la vida consagrada e ingresó al Carmelo Descalzo de Liseux. Propio de la vida contemplativa es la estabilidad en cuanto al lugar de vida, por lo cual nunca más salió de su convento. Sin embargo, su corazón volaba alto, su oración estaba atravesada por los nombres y rostros de propios y ajenos por quienes oraba, a quienes dedicaba su vida tras los muros conventuales. Sus cartas, sus experiencias místicas y su “Historia de un alma” traspasaron fronteras y las barreras del tiempo. Pío XI la declaró patrona universal de las misiones en 1927.
Vocaciones distintas, historias aparentemente opuestas, pero ambas nos llevan al mismo Jesús, nos pintan de cuerpo entero a la Iglesia que tiene de Marta y de María, en la acción apostólica y la oración comprometida. Dos caras de la misma moneda que nos recuerdan que el sueño de ser Iglesia en salida no será posible si primero nuestros corazones no se embarcan en la propia misión, aquí y ahora.
P. José Miguel Villaverde, ssp