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Epifanía: Dios sale a nuestro encuentro

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06 Ene

La fiesta que celebramos hoy habla de la manifestación de Jesús a todos los pueblos como “la luz del mundo”. Si es cierto que “la tierra está envuelta en tinieblas, y tenebrosas nubes cubren a los pueblos”, también es cierto que aquellos que aceptan la verdad del Evangelio se refieren a estas palabras: “el Señor se ha aparecido sobre ustedes, y su la gloria ya se ha manifestado sobre ti” (Is 60, 2). Si a lo largo de su ministerio Jesús fue rechazado por muchos de su pueblo (los judíos), fue reconocido y acogido como Salvador por muchos paganos, representados aquí por los Magos de Oriente.

“¿Dónde está el rey de los judíos, que acaba de nacer? Vimos su estrella en el oriente y vinimos a adorarlo” (Mt 2, 2). Estos magos nos enseñan que las preguntas son muy importantes, porque solo quien se toma en serio las preguntas de su alma se pone en la búsqueda de la verdad; solo aquellos que no están satisfechos con la oscuridad van en busca de la luz.

Los Magos encontraron a Jesús porque fueron persistentes en su búsqueda, fueron fieles al camino señalado por la estrella. La luz de esta estrella nos enseña que la luz de nuestro testimonio cristiano tiene que salir de dentro de nuestras iglesias y llegar a los que están en las periferias existenciales, a los que más lo necesitan.

El Evangelio de hoy nos invita, como Iglesia, a estar atentos a las preguntas de las personas, a escuchar sus inquietudes, sus insatisfacciones, sus angustias. Y vemos que cuando encontraron a Jesús, los Magos tuvieron dos actitudes: lo adoraron y le ofrecieron regalos. Adorar significa, ante todo, respetar a Dios, poniéndose humildemente ante su presencia misteriosa. Adorar significa dar menos espacio a las palabras y más al silencio en nuestra oración; significa desarmarnos, reemplazando el miedo por la confianza, permitiendo que Dios se posesione de nosotros y nos inunde con su gracia transformadora.

Después de adorar a Jesús, los magos “abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes” (Mt 2, 11). El oro, riqueza visible, representa lo que tenemos; el incienso, invisible como Dios, representa lo que deseamos; la mirra, bálsamo que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa lo que somos, personas expuestas al dolor y a la muerte. Ofrezcamos a Dios diariamente lo que tenemos, deseamos y somos como personas, para que sea un regalo a la humanidad que necesita de Dios cada día y momento.

P. José Carlos de Freitas Júnior, SSP

 

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